La redacción del Plan Director del Castillo de Monteagudo ha enfrentado varios retos metodológicos y de planificación notablemente singulares y complejos: una estructura de propiedad y normativa aplicable enquistada, unas expectativas en gran medida contradictorias entre sí por parte de muy diversos actores locales, una nueva interpretación del monumento, del sistema de construcciones en el que se integra y del paisaje que los componen y una situación estructural y patológica extrema con grandes condicionantes logísticos.
El reconocimiento de valores está en la base del propio concepto de patrimonio. Un edificio es considerado monumento cuando reconocemos en él una serie de valores que lo caracterizan como tal y son estos valores que reconocemos los que condicionan cómo lo documentamos, cómo lo estudiamos, cómo lo protegemos y cómo intervenimos en él. La arquitectura defensiva ha tenido siempre un déficit inicial de valores reconocidos, limitados normalmente al valor pai-sajístico de carácter pintoresco y al valor de rememoranza de gestas históricas, mientras que muchos otros valores comunes a otros patrimonios (documental, arqueológico, artístico, etc.) eran ignorados en gran parte por una endémica falta de conocimiento que la fortificación ha sufrido. El caso de Monteagudo y el conjunto de edificios y albercas del sistema palacial del emir de Murcia al que pertenece es paradigmático en este aspecto. Cuando se levanta la primera estatua del Cristo en 1926 posiblemente no se tienen en cuenta los valores del castillo como monumento; cuando en la guerra civil se derriba la estatua y cae sobre las bóvedas de la fortaleza es obvio que tampoco los valores del castillo como monumento son prioritarios; cuando en 1951 se levanta una nueva estatua sin retirar los restos de la vieja ni reparar las bóvedas, tampoco el castillo como monumento es prioritario.
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